Dinamarca se tuvo que conformar con el empate ante Túnez (0-0)

En ocasiones la vida entrega segundas ocasiones. Aun terceras. En algo así parecía estar pensando Christian Eriksen, cabeza gacha y mirada perdida, en el túnel que daba acceso al césped del Education City Stadium. Un año tras sortear a la muerte, su tercer Mundial se le abría de par en par. Sucedía en un circuito empapado de colorado por los tonos de las dos escojas, mas tomado sin contemplaciones por los estruendosos apasionados tunecinos.
Paradójicamente, a Túnez le tocó vestir de blanco. No hubo tantos que echarse a la boca, mas, cuando menos, el futbol, con un entorno propio de un Mundial, fue de nuevo el protagonista. Con sobresalto final de VAR y todo.

Tras robarle el balón a Eriksen, con una embestida al máximo, el corpulento Aissa Laidouni, cabeza rasurada y barba pobalda, se propinaba golpes en el pecho, fuera de sí, incitando el rugido de una masa. Fue una de las primeras jugadas. Era tal y como si el partido, en vez de estar disputándose en Doha, lo estuviese haciendo en un estadio de Túnez. Un entusiasmo, visto lo sucedido en el partido inaugural, superior al de los lugareños con Qatar. Algo se intuía cuando, camino del estadio, los furgones del metro resonaban con los cantos africanos. La afición de Dinamarca, donde el Mundial lleva meses produciendo bastante indigestión, fueron apenas unas gotas en la mitad del torrencial fuego tunecino.

Aquel irascible ademán de Laidouni fue un anticipo de las pretensiones del equipo que, indudablemente, jugó como local Kasper Schmeichel, que ya puede alardear de haber disputado más Mundiales que su padre, el mítico Peter, hizo la escultura con un remate que Christensen pareció embocar involuntariamente. Mientras que Dinamarca, a su forma, silenciosamente (tampoco se le habría oído), se fue acercando a la portería de Dahmen. El recuperado corazón de Eriksen es asimismo el de Dinamarca. De su perfumada diestra, aflora, a su forma, una parte de aquella clase que los Laudrup, más Michael que Brian, obsequiaron en otra temporada. Olvidada la pesadilla, Christian se dedicó a hacer sobre el Education City Stadium lo que mejor sabe.

Volvió a rugir la grada una vez más, aun a festejar un gol, mas Jebali, su ariete, estaba en fuera de juego. No hizo falta ni recurrir al VAR. El propio ariete se encontraría con una mano prodigiosa de Schmeichel, justo antes que Delaney se tuviese que retirar lesionado. Más de 40.000 coreaban las amarillas a los jugadores daneses. Lo hacían doblemente. Una, cuando la mostraba el árbitro y la otra, cuando el marcador del estadio la confirmaba.

EL PALO DE CORNELIUS
Creyeron ver un gol los tunecinos cuando Laidouni, sí, el de aquellos golpes en el pecho, salió al galope, con Andersen echando el bofe. Mas se confundió. La grada y el centrocampista. Creyó que Slimane tenía mejor remate que y el zarpazo de Túnez terminó evaporándose en un sonoro grito agobiado de una afición tunecina que no bajó los decibelios un solo momento.

Le robó la gloria a Eriksen el diligente portero de Túnez y terminó arroscado contra el poste, sin oposición alguna, un descreído Andreas Cornelius.

No hubo tantos, mas la afición africana tampoco pareció precisarlos. Se dejó el ánima a lo largo de 90 minutos de estruendos y furia. Mientras que Dinamarca, con su escudo y su firma comercial camuflada, de uñas con la organización del Mundial, pasaba de forma lenta su página. Pensando que ante Francia, tal vez, la grada pueda estar de su lado. El amago final del VAR no alteró el epílogo.

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